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Razones para amar a los hombres

 Razones para amar a los hombres

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Algunos dicen que sueno muy feminista y puede ser verdad, pues en ejercicio de mi condición de mujer, muchas veces no he hecho más que reprochar, echar en cara, decir cosas de ellos: los hombres.

Los he acusado, insultado, dejado de lado y hecho reclamos sin piedad. Y si es feminista poner en su lugar a más de uno, bueno lo seré. Pero, la verdad es que me gustan los hombres.

A pesar de tantas idas y venidas, y de tantos fracasos sentimentales, no los detesto, ni los defenestro. Ni los pongo en el frontón de fusilamiento. Creo que sin ellos la vida sería terriblemente aburrida, insoportablemente monótona. ¿De qué hablaríamos las mujeres cuando estamos juntas sin ellos por el medio? 

 

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Hay cosas que me hacen sentir: qué bueno que ellos sean hombres y nosotras mujeres, qué bueno eso de lo masculino y femenino. Qué bueno que no seamos iguales.



Muero cuando los veo frente al televisor sudando como locos, con la mirada concentrada en esos hombres que corren detras de una pelota, en una actitud casi paranormal, sufriendo más que cualquiera de nosotras con dolor de ovarios porque su equipo va perdiendo. Y cuando saltan como el animal más enfurecido para gritar ¡goooool! con todas sus fuerzas, porque es algo que surge del instinto más primario.



No hay nada que me conmueva más que ver a un hombre llorar, quizás por eso que los marca de chicos, de que los hombres no lloran y que son pocos lo que se atreven a mostrar la hilacha, la hilacha de su corazón roto, de su pérdida irreparable, de su frustración más íntima, de su debilidad. El llanto de un hombre se asemeja al de un niño. Hay un dicho que dice que cuando una mujer llora un ángel nace en el cielo, yo creo que cuando un hombre llora, a ese ángel le crecen las alas. 





Adoro cuando, contra todo pronóstico, cocinan una rica cena, aún cuando luego la cocina parece salida de la publicidad de Mr. Músculo, todo un caos en un minuto. Pero en ese infierno de ollas y platos sucios, ellos con una sonrisa de oreja a oreja esperándonos para darnos la sorpresa.



Los amo cuando suben al colectivo cargando a su hijito, junto a la mochila, para llevarlo a la guardería.



Me enternece cuando entran a comprar ropa para alguna mujer y más si es lencería. Cuando esperan sentados en medio de una tienda femenina que terminemos de probarnos las prendas que llevamos.

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Me enloquece cuando se enferman y son peor que un bebé con catarro, se quejan, no aguantan la fiebre, la picazón, el dolor de garganta, todo se vuelve catastrófico, nada es igual con ellos en la cama, todo gira a su alrededor, se vuelve indefensos, desprotegidos, una especie de niños consentidos.



Me hacen sonreír como una boba, cuando los veo con un ramo de flores por la calle, o cuando le dan un beso cariñoso a su novia en el colectivo, en un cine, en el bar de algún lugar. Cuando nos dicen, no estás gorda, o ya va a pasar.



Me gusta cuando cantan en la ducha, la cara circunspecta en el ritual de la afeitada, cuando escriben una carta de amor sin ningún motivo, cuando ofrecen valientemente sus piernas para calentar los pies fríos, o cuando te llaman a las 12.01 el día de tu cumpleaños. 



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Me gusta cuando te alientan a seguir, cuando son los compinches de tu vida, cuando se ríen con vos de cualquier pavada y cuando pueden, aunque les cueste más allá de la genética, decirte la verdad sin medir consecuencias. Cuando te dejan expresar sin imponerte nada, y cuando cierran los ojos mientras les decís cuánto los querés. Cuando se excitan y te buscan como animal en celo.



Suelo escribir protestas, quejas, enojos, y hablar de la fauna masculina, y lo seguiré haciendo, pero hoy me dieron ganas de decir que por todas estas cosas, y otras muchas más, siempre se espera que el próximo sea el que al final cierre la puerta y una no tenga que volver a abrirla para ir a jugar.




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